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Vivió en una casita al norte, en las afueras de la urbe, donde el tranvía dejaba la avenida 10 de agosto y torcía hacia la Colón. El y su hermano Nicolás, tenía que estudiar en El Normal Juan Montalvo,una escuela fiscal ubicada en las faldas del Pichincha, a más de diez kilómetros de su residencia. Cuando no tenían dinero para el tranvía había que caminar y caminar sin descanso. Quito era una pequeña ciudad de calles estrechas y empinadas, templos coloniales, casas con ventanales enrejados y una vida enclaustrada. Pequeña urbe andina de unos cien mil habitantes, donde los cafetines y la cantina eran refugio de intelectuales y de bohemios con un agudo sentido del humor. A ese ambiente, entre cínico y monástico, los Kingman habrían de irse aclimatando lentamente, mientras con sus amigos empinaban el codo frente a una clase terrateniente llena de prejuicios morales, cuchicheos y segregación.
Si uno suma la tensión social sufrida en su vida diaria, la poderosa presencia de la madre, el intenso mundo intelectual, político y social de los años 30 y 40, la bohemia de los 50, siente que Kingman es parte de una lava ardiente derramándose por los cuatro costados. Sólo en los años 70 se lo encuentra en paz, casi aprendiendo a vivir aislado, entre tangos, milongas y paisajes rurales. Como en pequeña cápsula de cristal Kingman asimila lo vivido y no cesa, nunca lo ha hecho, de tomar la paleta, hacer sus bastidores, jugar con sus manos, parecidas a las de su madre y a la de todos los Kingman. En este tiempo vive ya junto a su propio paisaje, sus recuerdos, pintando febrilmente, tomando café, fumando y silbando en dúo con el periquito del patio. A lo lejos, su mujer, Bertha Jijón, sigue sus ritos y sus costumbres, atenta a todo, como pared inamovible, protectora. Murió en Quito en 1998. |